Buena o mala, no he conocido nunca a nadie que no haya producido alguna idea propia. Estamos genéticamente preparados para alumbrar pensamientos nuevos a partir de conocimientos adquiridos. Eso que, popularmente, denominamos “encenderse la bombilla”, nos ha ocurrido a todos más de una vez, y es una sensación muy agradable, que en ocasiones nos produce incluso cierta euforia. Algo parecido a una pequeña inyección de algún tipo de droga benigna que, efectivamente, nuestro organismo produce cuando se producen las conexiones químicas apropiadas.
La búsqueda de repetir esa sensación, sumado a la curiosidad, que también es una cualidad innata en las personas, nos mueve a producir ideas casi de forma natural. Y esas ideas son de nuestra propia cosecha, normalmente diferentes, generadas a partir de la información que vamos acumulando en nuestro cerebro, que en cada individuo funciona bajo sus propias peculiaridades. Sin embargo, primero en la escuela, luego en el instituto, y quizá luego en la universidad -aunque, felizmente, cada día un poco menos- el sistema educativo nos va “normalizando” y “uniformizando”. A la mayoría no nos enseñaron a encontrar soluciones a los problemas. Más bien a descubrir, con técnicas preestablecidas, la solución que tenía ya preparada el maestro, o la maestra. A tal punto llegaba nuestra programación mental hacia ese objetivo, que incluso, con cierta mala leche, en ocasiones nos preparaban “preguntas trampa”. Nuestros formadores daban por hecho que, con el aprendizaje recibido, tenderíamos a enfocar los problemas tal y como nos habían enseñado. Incluso cuando esa forma de enfocarlos nos llevara al error o a un callejón sin salida. Más tarde, nuestro primer trabajo: llegábamos a una empresa y, pudiera ser que, tras unos días de desconcierto y toma de posición, percibiéramos -intuyéramos- que ciertas cosas podían hacerse de forma diferente. Si a alguno se le ocurrió, siendo todavía un advenedizo, pronunciar en voz alta las famosas palabras: “y… no se podría hacer esto mejor de otra manera?”, la respuesta mayoritaria podría haberse parecido a esta: “mira chico/a, aquí esto se hace así!”. De hecho, en palabras de un antiguo profesor mío -al que recuerdo con cariño- las veces en que a un/a novato/a se le hacía caso a su sugerencia de cambiar las cosas se podrían contar “con los dedos de una oreja”. Poco a poco, tras años de aprendizaje en nuestro sistema educativo y social, el mensaje termina grabándose a fuego en nuestra psique. Y, mira tú por donde, ahora se nos manda, por todos los medios imaginables y desde todos los focos mediáticos y socio-económicos, el mensaje siguiente: “hace falta innovar!”. O dicho de otra manera, hacen falta enfoques diferentes, ideas diferentes, soluciones diferentes, productos diferentes, servicios diferentes. Otra forma de hacer las cosas! Y, en un país con un importante potencial creativo, reconocido dentro y fuera de nuestras intermitentes fronteras, la generación de innovación -no de investigación- no termina de arrancar con la fuerza necesaria para que sobrevivamos como potencia económica. En buena medida, el esfuerzo que se nos pide ahora, aunque sin decirlo, es que “desaprendamos” a pensar como nos enseñaron. Que volvamos a hacerlo como lo hacíamos al nacer. Eso sí, que en lugar de bombardear a nuestros padres con “¿y por qué esto?”, “¿y por qué aquello?”, dado que ya somos adultos, aprendamos a preguntárnoslo nosotros mismos, y a buscar, solos o con ayuda, las respuestas a todos esos “porqués”. Pero no hay respuesta sin pregunta. No hace mucho estaba tomando un cafelito con una amiga en una terraza, bajo una de esas “setas” que queman butano de una bombona guardada en la base, y que caldean el aire exterior, para fumadores o para simples amantes de los espacios abiertos. Hablábamos de innovación empresarial, de mejora continua, de excelencia y de otras palabrejas del “management” moderno, y aproveché para ponerle un ejemplo. Le señalé la “seta” o quemador-estufa de la terraza y le dije que, si trabajáramos en la empresa que las fabricaba, podíamos ponernos a pensar en un quemador más eficiente, para no emitir tanto CO2; o en proteger la llama para evitar posibles daños si aquel artefacto se cayera por un tropiezo; o en un diseño más elegante para acompañar mejor a una terraza bonita y bien decorada. Todo eso estaría bien.
Serían mejoras, evoluciones, variaciones, y eso es bueno, y estaría bien conseguirlo. Pero el enfoque para innovar de verdad no es ese. Para ser innovadores, lo que deberíamos preguntarnos es: ¿Y por qué no usamos otra cosa en lugar de butano? ¿Y por qué no pensamos en algo que no requiera quemar nada? ¿Y por qué tiene que ser un artefacto extra en la terraza? ¿Y si las mesas generan aire caliente? ¿Y si calentamos el suelo? ¿Y si generamos una corriente de aire templado en la terraza? ¿Y si sacamos hacia allí el calor generado por las cámaras y las cocinas? ¿Y si diseñamos unas mesas con sillas que sean una especie de burbuja transparente de plástico, que retenga el aire caliente por arriba? ¿Y si… Naturalmente, después de ese esfuerzo imaginativo, que es bonito, agradable y enriquecedor para quienes se acostumbran a hacerlo, surgen nuevos problemas y desafíos a resolver. Y se resuelven volviendo a aplicar la misma medicina: cambio de enfoque, imaginación y auto-preguntas, una y otra vez, hasta encontrar respuestas que nos satisfagan, o que podamos abordar, especialmente cuando comprobemos que nos llevan a caminos que la competencia no ha explorado. Bien porque no ha hecho ese esfuerzo -caso general- o bien porque, habiéndolo hecho personas diferentes, con diferentes bagajes personales, les ha podido llevar por caminos también diferentes. Hace pocas fechas, la Universidad de Cantabria, a través de la Cátedra de Emprendedores, celebró una jornada para llevar el impulso de la innovación, en este caso al ámbito de la Facultad de Ciencias Empresariales. Además, impartida por un buen profesional, Manuel Revuelta, consultor empresarial con amplísima experiencia. Un punto en el casillero de nuestra universidad. El Colegio de Empresistas movió ficha ya hace tiempo, lo mismo que el gobierno regional, el nacional, la Cámara de Comercio… Lo que sobran son oportunidades y medios para conseguir ser innovadores, en lo que sea.
Lo que todavía hoy falta, en cada uno de nosotros, trabajadores o empresarios, es la firme voluntad de querer conseguirlo. La decisión de “desaprender” a pensar como lo hemos hecho y empezar a hacerlo de forma diferente. Porque, como dijo Einstein, “no pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo”. En el caso de las ideas, debemos cambiar el verbo “hacer” por el verbo “pensar”.