Dicen algunos que al hacernos mayores dejamos de jugar. Otros sostenemos que, cuando dejamos de jugar, nos hacemos mayores. Podemos imaginarnos siendo niños de nuevo, pero con la experiencia y conocimientos que hemos adquirido como adultos?
Los niños son más creativos que los adultos. Tres adultos en una tienda de campaña, en medio del monte y lloviendo fuera, probablemente se aburrirían. Si fueran adolescentes – alcohol y sexo aparte- posiblemente también. Tres niños, seguramente no.
A tres niños les das un cubo y cuatro pinzas y, al cabo de un rato, estarán haciendo algo, jugando a algo. Sobre todo si todavía no han aprendido demasiados juegos que requieran de algún complemento especial -cartas, tableros, balón, unas canicas, etc- porque entonces la “experiencia” acumulada, si bien les abriría algunas posibilidades, coartaría en parte su potencial creativo. El mismo potencial que llevó a otras personas, antes que ellos, a concebir nuevas maneras de divertirse usando cartas, tableros, pelotas o canicas.
Algún adulto podría ver a los tres niños dando golpes con las pinzas en el cubo, o metiendo una pinza en otra -quién no lo hizo, eh?- y pensar: “mira, se divierten con cualquier tontería!”. Y tendría razón, en parte. Porque estarían divirtiéndose, pero no sería ninguna tontería.
Al menos, no una tontería mayor que tirar una bolita de cristal para darle a otra, o darle patadas a una pelota más grande y correr luego detrás de ella. Ninguna de esas actividades parecería muy productiva ni inteligente. Ni siquiera con algún sentido, sacándolo de contexto respecto al juego de las canicas o del fútbol, que los niños desconocen. Y si aceptamos darle un sentido a unas, podríamos dárselo también a otras. Al final, sería una simple cuestión de convencionalismos, o de puntos de vista.
Del mismo modo, algunos adultos son capaces de concebir ideas diferentes, iniciativas innovadoras, proyectos novedosos, nuevas formas de usar las cosas, y a muchos de los adultos les costará entender el sentido o las posibilidades de tales propuestas. En ambos casos, estaríamos ante una limitación por parte del observador; la que genera el aprendizaje ordinario basado en el método, la norma y el procedimiento preestablecido, útiles para la supervivencia, pero nocivos para la innovación.
Me vuelve a la memoria la placa colocada en uno de los edificios de la NASA en Houston: Desde un punto de vista aerodinámico, el cuerpo de una abeja no está preparado para volar. Lo bueno es que la abeja no lo sabe.
Volviendo a la propuesta del principio, imaginemos que recuperamos la frescura, imaginación, libertad mental y potencial creativo de cuando éramos niños. Si pudiéramos conseguirlo, eso no haría que olvidáramos sumar ni restar, ni resolver ecuaciones, ni conocer una ley, ni saber contabilidad, ni dibujo técnico, ni programación de ordenadores.
Si fuéramos capaces de hacerlo, tendríamos lo mejor de cuando éramos niños -la creatividad, por ejemplo- y lo más útil de ser adultos: la experiencia y el conocimiento acumulados.
Siendo así, y puesto que salvo -problemas de alzheimer- lo que aprendemos se queda en la mente, con independencia de cómo nos comportemos, cuando nos dicen que somos “como niños”, debemos tomárnoslo como una crítica, o como un piropo?
Otra cosa es con qué intención pudieran decírnoslo, claro. Si conseguir ser más creativos, dejar la mente más abierta y libre de prejuicios y miedos, requiere de cierto esfuerzo y “des-aprendizaje”, sería razonable pensar que, si nos calificaran de “niños”, nos estarían poniendo de manifiesto que, probablemente, ese desafío lo tendríamos superado y, por tanto, estaríamos en mejores condiciones para generar innovación, que cada vez más personas, empresas e instituciones están de acuerdo en señalar como el gran desafío de la década.
Desde ese punto de vista, tendríamos que apreciar el potencial que tal calificativo pudiera ponernos de manifiesto, y a partir de ahí orientarlo de forma positiva. Y, al mismo tiempo, es probable que quien nos regalara el calificativo tuviera dificultades para apreciar cierta forma de ver las cosas, más propia de mentes menos moldeadas, y no alcanzara a entender, del mismo modo, cómo ni por qué se divertían tres niños jugando con un cubo y cuatro pinzas.
Quienes trabajamos con grupos de innovación sabemos de la dificultad de, con la perspectiva de adultos, recuperar la capacidad de dejar la mente libre y abierta para aceptar cualquier nueva alternativa, como si fuera la primera, mantener la curiosidad siempre alerta y las mismas ganas de aprender de quien, no es que crea que no sabe lo suficiente, sino que ni siquiera se lo plantea: un niño.
Por las mismas razones, aquellos momentos de nuestra vida en que podemos parecernos más al niño que fuimos, muy probablemente, serán los que nos permitan solucionar o enfrentar de forma más creativa cualquier problema, planteamiento o desafío.
Si somos capaces de repetir esos momentos, crearemos una metodología personal para ser innovadores y, con la práctica -como sucede con casi todo- lo haremos mejor y más fácilmente, y alcanzando esa especie de frescura mental que caracterizaba nuestra infancia, probablemente hasta seremos más felices.
Siendo conscientes de ello, la próxima vez que alguien nos diga que somos “como niños”, deberíamos responderles: “Y, si tú quieres, puedo ayudarte a conseguirlo también”.
Federico Moratinos
Dtor Centro de Innovación y Diseño del Campus Rural
y Responsable del proyecto Laboratorio de Innovación Abierta