Suelo decir, con cierta frecuencia, que a medida que uno se hace más “experto” en una materia, tiende a disminuir su capacidad de innovar en ella. Quienes me oyen decirlo suelen cuestionar la idea, entre otras cosas, porque me atribuyen a mí la condición de “experto en innovación”, lo que les lleva a un contra-sentido. Un experto construye su condición a base de acumular experiencias solucionadas con éxito. Dichas experiencias se sucedieron, por definición, en el pasado, en base a circunstancias también del pasado, operando en un entorno determinado, que puede seguir siendo válido, o no. Si el entorno y las circunstancias no han variado demasiado, es posible que la receta aplicada para solucionar una situación semejante en el pasado pueda aplicarse de nuevo, quizá realizando algunas adaptaciones. Pero en un entorno de cambio permanente, tanto de los elementos conocidos -suelen ser sólo una parte- como de los ignorados -que siempre los hay- la aplicación directa de la experiencia acumulada puede resultar no ser eficaz. El ejemplo de rigor: En una casa aparece una fuga de agua y llaman al fontanero, al considerarle como un experto en esas situaciones. El fontanero observa la fuga, comprueba si el agua es limpia o sucia, sitúa las instalaciones que él “sabe” que tienen que estar -lavabo, inodoro, ducha, fregadero, lavaplatos, lavadora, radiadores- y, en base a su experiencia, establece un posible origen de la fuga. Como, también en base a su experiencia, conoce dos o tres tipos de tuberías y, también por su experiencia, por donde suelen instalarse al ejecutar la construcción de un edificio, coge sus herramientas y comienza a picar por donde la humedad observable le sugiere, en base a sus conocimientos de fugas similares. Supongamos -sólo para fastidiar al honrado profesional del ejemplo- que, en la construcción de ese edificio en concreto, se optó por un novedoso sistema de ladrillos plásticos que encajan unos en otros e incluyen, en su interior, huecos para el paso de agua, tanto para suministro de la vivienda como para refrigeración natural. En ese supuesto, lo más probable es que la fuga provenga directamente del ladrillo plástico detrás de la misma, o del encaje con el de al lado. Pero esto nuestro fontanero no lo sabe. Y, al picar, destruye directamente la prueba. Al seguir rompiendo, buscando la inexistente tubería, aparecen nuevas fugas, fruto de la rotura de más ladrillos plásticos que también conducen agua a otros lugares. Fiel a los conocimientos adquiridos en base a su larga experiencia, el fontanero sigue rompiendo, convencido de que, antes o después, dará con la tubería que filtra tanta agua “incluso por dentro de estos ladrillos tan raros!”. El desastre final es previsible. Podemos entonces disculpar a nuestro honesto fontanero al no haber sido advertido de esa nueva forma de construir. De todos modos, es sólo un ejemplo. Pero pensemos con cuidado en que, en nuestro mundo global, los cambios se suceden permanentemente, cada vez más rápido, y no podemos esperar que nos avisen primero, ni podemos estudiarlos todos, en todos los sectores y en todos los procesos, “por si acaso”. Pensemos entonces que no hablamos de ladrillos plásticos, sino de mercados nacientes o cambiantes, de estrategias de gestión diferentes, de nuevos servicios para nuevas necesidades, nuevos productos, nuevos materiales, nuevas herramientas, nuevos sistemas, nuevos diseños, nuevos métodos de venta o promoción, o de nuevos negocios. ¿Acaso no hubiera sido más probable que otra persona, sin experiencia previa como fontanero ni sabedor siquiera de la posible existencia de tuberías, hubiese observado el agua pasando por dentro del siguiente ladrillo plástico, y llegado directamente a la conclusión de que “el agua va por ahí”? También es fácil de entender que, en el caso de un fontanero con larga experiencia, la perspectiva de pensar, o aprobar, el diseño de un nuevo sistema de conducción de agua en edificios – sin tuberías- que, en cierto sentido, supondría poner patas arriba buena parte del conocimiento adquirido con la experiencia de los años, se produciría cierta resistencia. A nuestro “experto”, precisamente por serlo, le costaría más imaginar – y admitir- esa novedad que, por ejemplo, a un estudiante de fontanería. A muchas personas les gustan las novedades, los cambios. Pero, a ser posible, en lo ajeno. Quien más, quien menos, intenta que haya cosas “fijas” a su alrededor. Nos da sensación de seguridad. Y a base de validar cosas, ideas o conceptos, dejamos entonces de pensar en ellas para centrarnos en las siguientes, y poder así construir y avanzar. Requiere mucho esfuerzo ponerse a cuestionar, en un momento dado, ciertas ideas o conceptos que hacen las veces de columna de apoyo, dos o tres pisos por debajo de donde estemos en ese momento. Admitir cambiar esa columna -esa idea o ese concepto- traería consigo recalcular, o repensar, todo lo que hemos construido encima, con la incertidumbre añadida sobre el nuevo resultado. Pero lo cierto es que, si admitimos que los datos de partida que usamos para asentar esa “columna” pueden haber cambiado, si somos conscientes de que ahora casi todo cambia y “sólo el propio cambio permanece”, cuanto antes nos demos cuenta de lo que ha cambiado, menor será el alcance de las reparaciones necesarias. En esa situación, que antes o después termina por darse, resistirse o negarla no hará al edificio más sostenible. Tan sólo nos lo parecerá y, con el tiempo, o bien el posible derrumbe nos dejará “con el culo al aire”, o bien el coste de rehacer por encima, de reconvertirnos, nos resultará inasumible, individualmente o como empresa. Volviendo al ejemplo del fontanero, contra mayor fuera su capacidad de asumir la innovación, contra mayor fuera su habilidad para admitir y detectar diferentes realidades y sistemas, antes asumiría que algo había cambiado allí, antes admitiría la inexistencia de tuberías, menor sería el esfuerzo dedicado a solucionar el problema, y menor sería el daño causado en la vivienda. En una economía como la actual, en un escenario de cambio permanente y de constantes incertidumbres, la condición de “experto”, entendida como fruto de la simple acumulación de experiencia, tan sólo tiene valor, e incluso sentido, si al mismo tiempo se es consciente de la inestabilidad del entorno, lo que conlleva la posible invalidez de las soluciones ya aplicadas y, en definitiva, la propia cualidad de “experto”. A día de hoy, frente a la experiencia, y especialmente en el mundo de la innovación, la cualidad que cobra verdadero valor es la “flexibilidad”. Y esa flexibilidad debe alcanzar a la capacidad de producir un cambio, y no sólo adaptarse a los que producen otros. Si cada poco tiempo se construyeran edificios con nuevos sistemas de canalización del agua, ante una fuga no llamaríamos a un fontanero que conociera perfectamente sistemas ya antiguos. Puede que tampoco nos diera suficiente confianza un fontanero que, periódicamente, asistiera a cursos de formación para intentar “estar al día”. Sin duda, nuestra primera opción sería llamar a quien se dedicara a diseñar e instalar esos nuevos sistemas, empezando por el nuestro. Cuando apenas se producen novedades, puede costar introducir una nueva tecnología para la fontanería de un nuevo edificio. Aunque sea más eficiente, robusto o económico. El constructor, el arquitecto, el fontanero, e incluso puede que el comprador, ofrecerán resistencia. Pero sería suicida resistirse en un escenario donde ya fuera normal que, cada poco tiempo, se introdujeran novedades, y que fuesen admitidas cada vez mejor por todos los agentes económicos implicados. Y ese es exactamente el escenario económico en el que nos movemos ahora. Son ya legión las empresas que, a escala global, innovan de forma permanente. Y, cada vez más, los consumidores valoran positivamente la innovación, cuando no la exigen. Al margen de entender o no el proceso, resistirse a esa marea es garantía de terminar ahogándose. Con o sin tuberías.