A Michael Gerber muchos le llaman “el gurú nº1 de los pequeños negocios”. Norteamericano, experto en “emprendedurismo” y artífice del “E-Myth”, o el mito del emprendedor. En una entrevista, le preguntaron “¿cual es el problema de los negocios que fracasan? Su respuesta fue: “Que su fundador no es un emprendedor, sino lo que yo llamo un técnico con un ataque de emprendedurismo”. Basaba su respuesta en los miles de casos en los que una persona, que es buena haciendo algo, decide montar una empresa para explotar ese talento. A un buen cocinero que monta un restaurante, un buen carpintero que monta un taller o un buen programador que se decide poner en marcha una empresa de software. Y terminaba su reflexión diciendo que estas personas acababan trabajando “para” su negocio, y no “en” su negocio. Dejaban de usar “su talento” y pasaban a necesitar “otro talento”, el de gestionar bien, que no siempre se tiene. Unos defienden que lo importante es tener una buena idea. Otros, que es más importante saber ponerla en marcha. Lo cierto es que de poco sirve tener ideas sin saber gestionarlas, y de nada sirve saber gestionar…
sin tener algo que gestionar.
Ser capaz de hacer bien ambas cosas puede ser algo estupendo, pero poco habitual. Se han escrito ríos de tinta sobre Steve Jobs, y su vida profesional está abierta. Jobs co-fundó Apple sobre la base de una innovación, el Apple-I, al que siguieron otras innovaciones.
Desde el primer sistema operativo en el que no había que escribir -y memorizar- las órdenes, hasta el ratón. La empresa creció y creció, y siete años después, decidieron que era el momento “dejarse de experimentos permanentes”, y contar con alguien que fuera experto en gestión empresarial. De modo que se llevaron al vicepresidente de la multinacional Pepsi-co, John Sculley, a golpe de talonario. Tras aplicar sus conocimientos en gestión y dirección empresariales, aprendidos y practicados con éxito en su anterior empresa, Sculley buscó la eficiencia en todas las líneas de la organización, entendiendo que, habiéndose dedicado a eso, para eso se le requería. Seguro que, para lograrlo, ayudó a promover a los puestos clave a quienes más y mejor encajaban en la idea de eficiencia a la cabeza de cada sección o departamento. A corto plazo hubo mejoras económicas. A medio y largo plazo, las consecuencias fueron otras, y ninguna buena. Apple comenzó a perder cuota de mercado. Su capacidad de producir innovación había mermado, y con ella la ventaja competitiva que permitió su ascenso. Jobs se enfrentó al consejo de administración y les dió a elegir entre él o Sculley. El consejo, más gestores que innovadores, y temerosos de perder lo conseguido, apostaron por “la seguridad”. Decidieron que, en momentos de zozobra, lo que menos se necesitaban eran “ideas novedosas”. Jobs se marchó y fundó otra empresa, con la lección aprendida, y al poco tiempo comenzó a irle bien. Tiempo después, Apple, en cambio, llegó a bordear la quiebra, lo que asustó al consejo de administración mucho más. Entonces contactaron con Jobs para pedirle que volviera. En cierto modo, Jobs y su consejo hicieron lo correcto al contratar al ex-Pepsi. En teoría, debería haberle permitido centrarse en las ideas, haciendo que otro se encargara de trabajar para hacerlas posible. Sculley sabía de gestión, no de innovación. A la mayoría del consejo le pasaba lo mismo, y apostaron por lo segundo en detrimento de lo primero. Grave error. Pero rectificaron, y Apple encontró un punto de equilibrio. Jobs y el consejo aprendieron a conjugar ambas cosas, y el resultado es conocido. Con ideas “locas” y pidiendo recursos para desarrollarlas, Jobs llegó a asustar a los gestores. Éstos, a su vez, desconociendo entonces el valor de las ideas y la necesidad de innovar continuamente, se dejaron vencer por el miedo al riesgo, sin ser conscientes de que, al trabajar para conjurar ese miedo, se acercaron definitivamente al precipicio. No sabían, por que no lo habían aprendido ni experimentado primero, que renunciar a la innovación equivalía a renunciar al futuro, y a punto estuvo de costarles la empresa. Naturalmente que es importante y necesario haber descentralizado la fabricación, y organizado un buen entramado productivo y de distribución, y una buena estrategia empresarial, y haber sabido ahorrar donde había que hacerlo, y gastar e invertir donde fuera conveniente. Pero nada de eso hubiera producido resultados, ni siquiera hubiera sido preciso, sin la capacidad de sorprender al mercado un año sí y el otro también, penetrando con fuerza, por ejemplo, en el mercado de los teléfonos móviles. Nokia era entonces el rey del sector. Hacían muchos y buenos teléfonos, y se centraron en hacerlos cada vez mejor, de forma cada vez más eficiente. Hoy en día, esa empresa pasa por serios apuros para sobrevivir, despide a mucha gente y ha perdido mucha cuota de mercado, frente a un Apple que, no obstante, vende sus terminales más caros que ellos, y encima hace muchas otras cosas. Es necesario conocer el fenómeno de la innovación, contar con gente que lo conozca, y saber compaginar las mentes creativas con las mentes gestoras, o al revés. Quienes tienen las ideas deben ponerse en contacto con quienes puedan aprovecharlas. Los directores y dueños de negocios han de buscar e identificar, dentro o fuera de sus organizaciones, a personas con ideas y potencial innovador. Y deben ver a esas personas como colaboradores necesarios. Si un empleado de una empresa, en cualquier sección, tiene una idea, sabe que necesita de los gestores para desarrollarla. Si no cree que vayan a escucharle, se lo callará. Si piensa que puede crearle problemas o que van a mirarle raro, con mucho más razón. O si no va a saber expresarse, o cree que no le van a entender. O sospecha que, si la idea es buena, le van a dar de lado. Quienes gestionan la empresa, no siempre son conscientes de cuanto necesitan a quienes tienen las ideas. Entre otras cosas, porque tienen tendencia a pensar que ellos mismos, como responsables máximos de la buena marcha del negocio, han de tener las ideas también, y ya hemos dicho que ambas tareas requieren de talentos diferentes. De ahí surge la necesidad de aprender a gestionar también la innovación en las organizaciones. Saber instrumentar canales, crear la cultura interna, diseñar sistemas de promoción y recompensa, métodos de análisis y valoración de propuestas, y un montón de cosas más. Sacarle provecho a una punta de tesorería, optimizar un presupuesto, controlar el gasto, diseñar un plan de marketing, mejorar la cadena de suministro u organizar mejor los turnos de trabajo, sin duda son vitales para el negocio. Aunque para hacerlo se aplican métodos y sistemas al alcance de cualquiera. Las ideas, especialmente las innovadoras, en cambio, son patrimonio exclusivo de quienes las conciben. Son la quintaesencia de la ventaja estratégica que todo buen gestor aspira a conseguir: baratas de generar, con potencial de negocio y fuera del alcance de la competencia. Pero no basta con saber gestionarlas. Primero hay que producirlas, impulsar que se generen y escucharlas con atención para que no se escapen. En el caso de Apple, sus propietarios y directivos pudieron recurrir de nuevo a Jobs para salvar la empresa.
[…] un post de hace algún tiempo, en este mismo blog, hablaba de la diferencia entre generar ideas y saber […]