La creatividad es imprescindible para “crear”, concebir algo nuevo, para producir innovación, y es también una cualidad innata de los seres humanos. Pese a muchos clichés sociales, la creatividad está igualmente repartida entre todas las razas, países, estratos sociales y, también, entre todas las profesiones.
Seguro que a alguno se le ocurre algún colectivo donde le cuesta creerlo, pero es así. Bromas aparte. Tampoco se han encontrado diferencias entre sexos ni apenas entre edades. Eso sí, no todos somos igual de creativos. Un estudio publicado por una universidad americana -como no- señalaba que el 80% de las ideas en las empresas eran producidas por el 10% de las personas. Un derroche de creatividad, o un desperdicio de recursos. Pero lo cierto es que unas personas son más creativas que otras, y por tanto más capaces de aportar ideas innovadoras. Solemos pensar que las personas más creativas abundan más en determinadas profesiones, o en determinados sectores de actividad. Que hay más potencial creativo entre los diseñadores de videojuegos que entre los técnicos en electrónica, entre los arquitectos que entre los albañiles, entre los diseñadores industriales que entre los operarios de las industrias. Sin embargo no es así.
O no lo es en la medida en que pudiéramos suponerlo a priori. Hay un elemento que distorsiona un poco la igualdad, y es que muchas personas que muestran orientación temprana hacia lo creativo, o que tienen la oportunidad y les atrae, tienden a dirigirse hacia estudios u ocupaciones relacionadas socialmente con la creatividad. Pero, en esta materia, como en otras muchas, el hábito no hace al monje. Baste una mirada a cualquier ciudad y pensar que tras cada edificio se encuentra el trabajo supuestamente creativo de un arquitecto. Si un artista del pincel traslada a su lienzo un paisaje, copiándolo, usando una técnica aprendida, sin más aportación que su tiempo y su habilidad, la obra podrá ser meritoria, pero no una muestra de creatividad. Talento y creatividad son conceptos diferentes. En otro escenario, cuando un albañil decide poner la mezcla de arena y cemento en un cuezo con ruedas, y atárselo a la cintura, de modo que tenga siempre cerca la masa mientras coloca una hilada larga de ladrillos, está demostrando ser creativo. La creatividad, sin la cual no es posible innovar, está asociada a las personas, no a la labor que desempeñan. Y es importante tener esto en cuenta, porque en más ocasiones de las debidas tendemos a escuchar las ideas, con mayor o menor atención, en función de etiquetas, o del cargo de quien las presenta o, a veces, incluso de su aspecto. Por otro lado, tampoco se puede innovar sin conocimiento.
Por muy creativa que sea una persona, le será difícil concebir un nuevo método de fabricar pinturas lavables, si no tiene idea de química, o al menos de pinturas. A la hora de imaginar nuevos productos o servicios, la cosa está más abierta, porque todos somos consumidores de productos o servicios, y por tanto tenemos cierto conocimiento. Aunque no si hablamos, por ejemplo, de idear un nuevo producto para facilitar el montaje de ruedas en los automóviles. Ahí, seguramente, tendrá ventaja un mecánico. Para innovar en algo, debemos estar suficientemente documentados en ese algo. Por esa razón, cuando hablamos de innovar, no de investigar, no es una buena idea confiar la tarea a un departamento de “I+D+i”. El conocimiento necesario para innovar en todos los procesos de una empresa requiere de la participación de toda la empresa. Cada vez que prescindimos de una sección de la organización, renunciamos también a una parte de las posibilidades de innovar. Cuando se consigue implicar a todos, además de aumentar las ideas, se instala en la empresa la “cultura de la innovación”. De manera infalible, las empresas que lo logran consiguen mejorar su posición en el mercado. Quienes las dirigen, han sabido ejercer su liderazgo sacando a cada miembro de la empresa lo mejor de sí mismo, sin atender mejor a las aportaciones de cada uno por el cargo que ocupa, ni menos por no tener cargo alguno. Ya apuntamos a dos uno de los grandes desafíos para convertir una empresa en innovadora: que la dirección apueste realmente por la innovación y sepa transmitirlo, y contar con un buen sistema de comunicación interior. Una metodología, una sistemática interna, que permita que las ideas fluyan y se escuchen, pero sin amontonarse en la mesa de nadie. Que puedan ser analizadas y valoradas con criterio, sin que resulten desechadas prematuramente. Que quienes se sientan capaces de aportarlas, no se vean defraudados y decidan entonces callárselas. La innovación es un gran desafío para las gentes de empresa, para todos los que se implican en la responsabilidad de dirigir las organizaciones, y para los que intentamos ayudar desde fuera. Requiere re-aprender muchas cosas, aprender a escuchar y analizar sin prejuicios, a buscar soluciones sin un manual, a pensar y hacer pensar. La mayoría, sin embargo, nos hemos educado y crecido y trabajado en entornos donde no era así, y todo nos ha ido dejando un poso. Para poder innovar, hay que aprender a removerlo, a cambiar, con o sin ayuda, pero siempre con voluntad. No hace mucho, un paseante del Paseo de Pereda se detuvo en un quiosco a por una revista. Estaba jarreando, y se apretó contra el pequeño mostrador, todo lo que le permitieron las decenas de revistas y cartones con promociones que había debajo. Como la lluvia no menguaba, se puso a charlar con el quiosquero. Le preguntó si no se estropearían las revistas y los cartones ahí colocados. El profesional del tema le contestó que a veces sí, pero que tenía que poner todo a la vista porque la gente necesitaba ver para comprar. Charlaron de esto y de aquello y, volviendo al asunto, le dijo el paseante que por qué no ponía, en cada extremo del quiosco, una gran pantalla plana, conectada al portátil que tenía dentro, con imágenes y promociones, las colecciones, e incluso con las noticias más destacadas en cada periódico. Hasta con sonido. Así habría más sitio allí, y se pararía más gente a echar un ojo, y verían más cosas aparte de las que fueran a buscar. El profesional del quiosco se mostró interesado al principio, pero luego dijo que preparar las imágenes y los textos, y los sonidos, sería muy complicado. Que, además, no se le daba bien eso de la informática. El paseante, animado con que su idea pudiera ser buena, le dijo que quizá un distribuidor podría resolvérselo, y animar a otros quioscos a hacer lo mismo, y que podría entonces anunciar revistas y colecciones antes de distribuirlas, animando a la gente a reservarlas y, como servicio especial, fidelizar a sus clientes, los del quiosquero y los del distribuidor. Llegaron a animarse tanto mutuamente, que incluso se barajó la idea de franquiciar el asunto y convertirlo en un negocio paralelo. Como el cielo empezaba a abrirse y llegaba más gente al quiosco, se despidieron y quedaron en seguir charlando otro día. El quiosquero terminó la mañana más animado. Quien sabe, quizá podría salir algo de aquello. El paseante salió de allí con mejor ánimo todavía. Si la idea prosperaba, su negocio de televisores y pantallas planas se apuntaría un tanto. No hay innovación sin conocimiento, ni tampoco sin escuchar, y el conocimiento compartido enriquece. No hay actividades donde no puedan idearse nuevos enfoques, donde no se pueda innovar. Sólo hay que saber hacerlo.