Seguro que si un cine decidiera abrir por la mañana, con el tiempo, conseguiría algún cliente más. Pero en ese negocio han optado por concentrar la oferta en las franjas horarias con mayor demanda potencial. Es posible que alguien vaya menos al cine por ello, pero parece que, quienes lo analizaron, decidieron que el saldo de la medida era positivo. Sólo como ejercicio mental, ¿Por qué abren las zapaterías a las diez de la mañana? Por seguir con el ejemplo, supongamos que una zapatería en el centro de una ciudad lucha, comercialmente, con una gran superficie del extrarradio. Estudia abrir los sábados por la tarde. Incluso algún domingo, como hace esa competencia. El empresario, o empresaria, hace cálculos y estima que tendría que aumentar la jornada de los empleados, o contratar más a jornada parcial, incluida formación. Intenta estimar cuantas ventas más podría hacer, y si su margen enjugaría el aumento de los costes, incluidos más luz, más calefacción, más teléfono, más limpieza… Y decide que no. Con esa decisión, asume que, pocas o muchas, renuncia a esas posibles ventas adicionales. Como hicieron los cines. Pero las grandes superficies aprietan, y le preocupa. Podría ir perdiendo clientela poco a poco. Los clientes cambian de hábitos, si encuentran una razón para hacerlo, y mantener abierto al mediodía ya le está dando ventajas a la competencia. Entonces opta por lo más razonable y acertado en su situación: se pone a pensar. No se limita a analizar las alternativas que, según la ortodoxia o su propia experiencia, hay sobre la mesa. Decide no dar nada por supuesto, y cuestionar, al menos mentalmente, cualquier cosa. Piensa en los porqués, en las razones que, en un momento dado, llevaron a que las cosas sean como son, y se pregunta si siguen siendo válidas. Si el modo en como ha aprendido a hacer las cosas, punto de partida también para que naciera su competencia, sigue encajando con la lógica actual, o contenía algún dato que se ha quedado obsoleto. Al final centra sus reflexiones en los horarios de su personal, en la cantidad total de horas, que generan su coste, y comienza a hacerse preguntas. ¿Podría abrir a mediodía sin aumentar las horas? ¿Y si abro más tarde por la mañana? ¿Realmente se levanta alguien con urgencia de comprarse unos zapatos? ¿Cuantos clientes serán? ¿Y cuantos ganaría por abrir a mediodía? Empieza a escribir y calcula que podría abrir a las 12 y, a cambio, no cerrar para comer. Podría dar una hora a cada empleado para hacerlo, y plantear la jornada continua, hasta las 8. Un comienzo. Luego decide también estudiar dar facilidades a los clientes que, trabajando por la tarde, terminan su jornada y pasan por su escaparate de camino a casa, ventaja que no tiene su gran competencia.
De modo que se plantea abrir hasta las 9. Bueno, eso son 5 horas más a la semana. El sábado, en lugar de a las 10, abriría entonces a las 12. Eso le da un saldo de 2 horas. Le faltan tres más y, claro está, tratarlo con los empleados. Sigue pensando y se le vuelve a encender la bombilla. Puestos a replantear, a innovar, podría estudiar, por ejemplo, no abrir los lunes… pero abrir el sábado todo el día. ¿Cuantos clientes podría perder? ¿Y cuantos ganaría los sábados? Caramba, es cuando la competencia llena. Daría libre al personal dos días seguidos, en lugar de día y medio, y dejándoles buena parte del resto de mañanas libres también, o sin madrugar ni siquiera un poco. Podrían ir al gimnasio, o a una clase particular, o a la compra, o dejar hechos los recados. Vale, habría que reflexionar más sobre ello y luego charlarlo con todos pero, qué demonios, podría resultar! Como siempre que uno se plantea cambiar hábitos aprendidos, no conseguía apartar ciertas dudas. Pensaba en el típico cliente que tiene una cena especial, o un viaje especial, o un regalo especial. Supongamos que no puede esperar un día para comprar unos zapatos y, justo el lunes, que le hacía falta, la zapatería estaría cerrada. Se repitió a sí mismo que, darse la situación extrema, y un lunes además, era poco probable pero… Analizó fríamente el caso y cayó en la cuenta de que, existiendo esa posibilidad, más probable era que se hubiera dado ya muchos sábados por la tarde, estando su tierra cerrada. Cosa de los hábitos. De camino a su casa, incluso sopesó la posibilidad de idear un “servicio de urgencia”. Un teléfono de aviso por si se diera el caso, y siguió dando vueltas al problema principal. Al sentarse en el sofá, comentó sus reflexiones con su pareja, quien le preguntó si tenía claro todo lo que le había contado. Se tomó un par de segundos, y le respondió: “No sé a donde me podrá llevar analizar bien todo esto, pero nunca lo sabré si no lo hago”. Su pareja tuvo que admitir que llevaba razón. Además -y esto ya lo añado yo- pensar es gratis. Es una actividad que, poco o mucho, siempre produce algo. Aunque sólo sea dar por “pensadas” ciertas alternativas, lo que aumenta la seguridad en futuras decisiones y el grado de conocimiento de los temas analizados. Y como la rentabilidad se calcula en función del valor añadido y los recursos invertidos, pensar suele ser muy rentable. Cuando se habla de innovar, a veces se piensa en diseñar complicadas estrategias, o realizar sesudos estudios para un nuevo diseño, un nuevo envase, o una nueva tecnología que aplicar a un proceso. Por poco valor añadido que pueda aportar un cambio, una pequeña innovación, en cualquier fase de un negocio, en cualquier sección, si el coste de conseguirlo es menor, la rentabilidad será positiva. Innovar en lo más simple aumenta la probabilidad de hacerlo rentable. Para conseguirlo, se precisa estar cerca de la realidad sobre la que se quiere operar. En muchas ocasiones, eso no está al alcance de quienes dirigen las empresas. Son demasiadas pequeñas realidades, demasiados detalles. Los empresarios y los directivos tienden a centrarse entonces en innovaciones a otros niveles, con otros costes, con otros riesgos, que exigen la expectativa de otras rentabilidades. Si cada empleado pudiera innovar en su pequeña parcela, los costes y los riesgos serían reducidos, pero el valor añadido agregado podrían ser significativo. La tarea directiva exigiría en ese caso su coordinación, su ordenamiento, y la aportación de una mayor visión de conjunto para priorizar, evaluar o analizar, sobre la base de unos conocimientos o habilidades específicos. Es el perfil con el que esperan dotarse muchos empresistas y gentes de empresa. La Universidad de Cantabria, como otras instituciones académicas, tiene ya su oferta correspondiente. Denominan a este tipo de empresistas especializados “Expertos en Gestión de la Innovación”. Quienes ya se han acercado a estas nuevas habilidades empresariales tienen respuesta para la pregunta del frontispicio: ¿donde o en qué INNOVAR? En todo. En todas partes.